`El beso de la mujer arana' y la real validez de la audiencia
From: El Nuevo Herald
Date: January 26, 1999
Author: Norma Niurka
Entre los logros de la novela El Beso de la Mujer Araña, de Manuel Puig, convertida en película y musical de gran fama, se encuentra la perdurabilidad del tema y una extraña flexibilidad para transformarse a otros medios sin perder su esencia.
La novela llegó al celuloide en 1985 con el protagonismo de William Hurt, Raúl Juliá y Sonia Braga; prosiguió su camino de éxitos como Musical de Broadway, en versión de Terence McNally, alternando a Chita Rivera y María Conchita Alonso en un fantasioso papel de diva cinematográfica.
En ambos casos, el argumento gozaba de las ilimitadas posibilidades del cine o del musical, y la glamorosa mujer-araña tenía gran importancia. En el Encore Room, del Coconut Grove Playhouse, se ha estrenado como obra, desprovista de afeites (sin música, bailes, pantalla ni mujer-araña), otorgando a la puesta en escena la validez de la audacia.
Aquí el reto es representarla con el peso de la obra sobre sus dos intérpretes y sobre la profundidad del texto.
El autor ubica en una celda a dos hombres de diferentes extracciones sociales, políticas y sexuales, para confrontar la opresión, los prejuicios, la discriminación en un régimen dictatorial latinoamericano, al tiempo que explora la complejidad de las relaciones humanas.
La confrontación entre Molina, un diseñador de vidrieras, homosexual que se siente mujer, encarcelado con acusación de conducta impropia; y Valentín, heterosexual, marxista militante de una organización clandestina, revela el encuentro entre opuestos que genera un acercamiento de los opuestos; la influencia de las circunstancias en el comportamiento.
En este contexto de sexo y política, El Beso no es una historia de amor en un sentido romántico, pero sus ingredientes realzan las distintas formas del amor, la amistad y la complicidad.
El director Robert Presigiacomo ha realizado un montaje sobrio, sin pretensiones, que enfatiza precisamente texto y actuación. En el reducido espacio que permite este teatro semicircular, donde el público se acomoda alrededor de los actores, éstos gravitan en la celda que les ha tocado compartir, definida por la alambrada de púas que corona el escenario.
Dos camastros marcadamente diferenciados revelan cada personaje: el de Valentín está desnudo y sólo posee un libro; Molina tiene sobrecama de flecos, cojines y portaretratos. Una máscara blanca es el elemento unitario entre ambos ámbitos, la fantasía que va a sellar la relación cuando Molina inicie sus viajes al mundo cinematográfico para ahuyentar el tedio.
La escenografía resuelve los encuentros entre Molina y el carcelero, con una transparencia en un plano superior adonde acude el preso para resumir el diálogo mediante una grabación. El vestuario es correcto, dota a Molina de fantasía e irreverencia, y a Valentín de cierto desparpajo.
En la creación de un Molina divertido, tierno y sufrido, Tomás Milián revela una vez más su ductilidad interpretativa. El actor cubano-italiano, que ha trabajado en inglés gran parte de su carrera, parece buscar siempre papeles que representen un reto, y aquí lo encuentra. El amaneramiento y el patetismo de su personaje es sutil y sostenido, dando lugar a un delicioso careo entre la vulnerabilidad de Molina y la técnica de Milián. Su binterpretación, al desgaire, de una estrofa de un bolero (en español), es un detalle encantador del personaje.
Chaz Mena enfrenta con fuerza el personaje del revolucionario idealista lleno de dudas, encerrado con un homosexual delicado y soñador, que le muestra un aspecto de la vida desconocido para él (los mismos ingredientes que tuvo más tarde Fresa y Chocolate). Su actuación, plena de acciones lógicas, motivaciones y memoria emotiva, es un buen ejemplo del Método, además de que el joven actor posee vitalidad e intención dramática. Sus lágrimas caen ante los ojos de unos espectadores tan cercanos, que fisgonean hasta adentro de una bolsa de papel que éste abre.
La interrelación entre Milián y Mena, aún cuando existe una animosidad subterránea en los personajes, es total. Esto ayudó a superar la lentitud de los primeros momentos de la presentación del domingo. Tal parece que la obra necesita más ensayos para que fluya mejor; y la iluminación pudiera poner más énfasis en Molina, cuando éste se convierte en narrador de películas.
En cuanto a la escena clave de acercamiento entre los dos hombres, el director la resolvió de manera tan lúcida, comedida y precisa, que no se movió ni uno sólo de los cabellos blancos que poblaban la totalidad de los asientos en la matiné del domingo.
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